Tuesday, March 25, 2008

Laburo de hormiga

Ya no significa lo mismo la palabra fascinación. No podría decir si tiene que ver con la madurez de uno o con los tiempos que corren.

¿Qué era la fascinación?

Era poder acostarse en el pasto y mirarlo fijamente por un rato. Yo no sé cómo, pero uno se salía de su cuerpo y se convertía en un ser pequeñito que se paseaba por entre enormes plantas jurásicas. Y aguzaba la vista, como si pudieran ser visibles a los ojos los poros de la tierra seca.
Definitivamente, una de las mejores situaciones para caer fascinado/da, era el momento pre sueño (o lo que científicamente se conoce como vigilia), momento en el cual los sentidos andaban jugando a quien es más fuerte y empezaban a engañarnos o a decirnos las verdad. Pongamos como ejemplo a las amigables lucecitas del techo. Se movían, bailaban, se volvían formas, nos daban miedo, nos agredían.

La vigilia siempre fue una amenaza constante y aún hoy lo sigue siendo. Es uno de los momentos en los que somos más vulnerables. Le temo a la vigilila y pobre del que intente aprovecharse de mi conciencia mientras la sufro.

La fascinación por las personas. El amor de la infancia probablemente sea el más incondicional que existe, el más sincero y el más cruel. No hay límites, no hay barreras, no hay nada que impida que idolatremos a una persona ideal. Es un poder casi mágico. Es mirar una foto por horas y poder imaginarse ahí, en ese lugar, de determinada forma y con determinado gesto. Es una fascinación profunda. Luego, es muy dificil que vuelva a ocurrir. Empezamos a aprender que las personas son de carne y hueso, y que las barreras las creamos nosotros mismos sin darnos cuenta de lo absurdas y evitables que son. Eso fue un "echarme en cara las cosas sutilmente".

La fascinación por todo lo esponjoso, todo lo viscoso, todo lo brillante, todo lo colorido, todo lo que se mueve, todo lo que hace ruido... qué hermoso todo eso... qué triste no poder recuperarlo tal cual. Yo no quería perder esas cosas, lo juro. Las cambié por cosas que ya no quiero.

Monday, March 24, 2008

mañana

Una mañana después de un no sueño brilla el sol suavecito y sin calor. El mundo es amable y hostil a la vez, y caminamos con dificultad por calles húmedas de Buenos Aires. No quedan muchos colores dando vuelta y el algodón de los oídos disimula el violento rugido de los colectivos. Son monstruos que pasan con números equivocados. Podemos esperar años bajo un poste infeliz, con el silencio a pleno en nuestras gargantas.
No nos queda nada del pasado de hace horas pero no importa; de cualquier forma es un pasado volátil del que no nos hacemos cargo ni nos interesa hacerlo. Empezamos a respirar por primera vez en mucho tiempo y nos damos cuenta de nuestro cansancio y del dolor en las plantas de los pies. Parece que nuestros talones tienen almohadas, pero no son cómodas.
Todo está fuera de lugar: las palomas, los perros, los bebés, las estatuas, los edificios, los autos, los puestos de diario, los kioscos, las bicicletas, las bocas de subte, el rocío.
Pasa el tiempo eterno y empiezan a asomarse los esquivos colores, pero ya no los queremos: ofenden los enrojecidos ojos y vibran de manera agresiva. Son duros, opacos y agresivos.
Me acuerdo de los colores translúcidos del vidrio, del celofán y de la luz; de los colores desteñidos de una foto vieja; de los caramelos y chupetines de mazapán... no me entienden, no saben por qué razón abrí la boca para expulsar sinsentidos. Pero esos son colores.