Fui testigo presencial y a la vez narradora omnisciente en mi cabeza por cinco minutos, arriba de un colectivo. Ví nacer una bellísima historia de amor (eso nunca será una redundancia), de ese amor que muy pocos conocen. Él estaba sentado; ella parada. Él en el último asiento; ella cerca de la máquina. Todo indicaba que sólo el destino iba a encontrar sus miradas suspendidas en el aire y que ambos la sostendrían por tres interminables segundos. Fue tan fuerte la atracción que dejaron de mirarse de forma violenta, con gestos inoportunos y excusas tan tontas como mirar la hora y revisar una cartera buscando las pelusas del fondo. Él no notó ese nerviosismo en ella, tan inquieto como estaba. Ella quedó tan turbada que no se atrevió a volver la vista.
Fue un amor verdadedor e intenso, que sólo duró para siempre porque jamás llegó a concretarse.
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